viernes, 19 de octubre de 2012

Representación

El verbo «to represent», procedente del latín repraesentare, esto es, volver a hacer presente, recibió diversos significados en la lengua inglesa primitiva, pero su primer uso político en el sentido de actuar como un agente autorizado o diputado de alguien dejó su huella en un folleto de 1651, de Isaac Pennington, y más tarde, en 1655, en un discurso de Oliver Cromwell del 22 de enero, en el Parlamento, en el que dijo: «He sido muy cuidadosos con vuestra seguridad y con la seguridad de aquellos a quiénes representáis.» Pero ya en 1624 «representation» significaba «la sustitución de una cosa o persona por otra», especialmente con un derecho o autoridad para actuar por cuenta de otro. Pocos años más tarde, en 1649, encontramos la palabra «representative» aplicada a la asamblea del parlamento, en el decreto que abolía la institución de la realeza después de la ejecución de Carlos I. El decreto menciona a los «representantes» de la «nación» como aquellos por los que el pueblo es gobernado y a quienes el pueblo elige y da su confianza para ello, de acuerdo con sus «justos y antiguos derechos».
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Hay una tendencia a aceptar las cosas tal como son, no sólo porque la gente es incapaz de ver nada mejor sino también porque, frecuentemente, no son conscientes de lo que está ocurriendo en realidad. La gente justifica la «democracia» del momento actual porque parece asegurar al menos una vaga participación del individuo en el proceso legislativo y en la administración del país —una participación que, por muy vaga que sea, se considera como lo más que se puede obtener en las circunstancias existentes. En un estado de ánimo similar, R.T. McKenzie escribe: «Es... realista argumentar que la esencia del proceso democrático es que debería proporcionar una libre competición para el caudillaje político.» Añade que «el papel fundamental del electorado no es el de tomar decisiones sobre temas específicos de la política, sino decidir cuál de dos o más grupos competidores de caudillos potenciales deberá tomar las decisiones.»
Aunque si los ideales de «representación» y «democracia» continúan durante largo tiempo siendo identificados con el poder, me pregunto si los «súbditos» de hoy no llegarán a aceptar decidir, simple y llanamente, «cuál de dos o más grupos competidores de caudillos potenciales deberá tomar las decisiones» para todo tipo de acción y conducta de sus conciudadanos.
Desde luego elegir entre competidores potenciales es la actividad propia de un individuo libre en el mercado. Pero existe una gran diferencia. Los competidores del mercado, si quieren conservar su posición, han de trabajar necesariamente en favor de sus votantes (esto es, los clientes), aunque ellos y esos mismos votantes no sean enteramente conscientes de esto. Los competidores políticos, en cambio, no trabajan necesariamente para sus votantes ya que estos últimos, en realidad, no pueden elegir de la misma manera los «productos» peculiares de los políticos. Los fabricantes políticos (si se me permite utilizar esta palabra) son simultáneamente vendedores y compradores de sus productos, siempre en nombre de sus conciudadanos. De estos últimos no se espera que digan «no quiero este estatuto, no quiero este decreto», ya que, de acuerdo con la teoría de la representación, han delegado ya este poder de elección en sus representantes.
Ciertamente éste es un punto de vista legal que no coincide necesariamente con la actitud real de las personas afectadas. En mi país los ciudadanos a menudo distinguen entre el punto de vista legal y otros puntos de vista. Siempre he admirado los países en los que el punto de vista legal coincide en lo posible con cualquier otro punto de vista, y estoy convencido de que sus grandes logros políticos se deben fundamentalmente a esta coincidencia.
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El que detenta el poder hace la ley. Cierto, pero ¿qué hay del pueblo que no tiene el poder?
Mis compatriotas están convencidos, lo digo casi por instinto, de que las leyes y constituciones escritas no constituyen la última palabra del drama político. No sólo cambian, incluso con bastante frecuencia, sino que no siempre corresponden a la ley escrita en tablas vivientes, como diría Lord Bacon. Me atrevo a decir que hay una especie de sistema de derecho consuetudinario cínico que subyace al sistema de la ley escrita de mi país, y que difiere del sistema de derecho consuetudinario inglés, no sólo por no estar escrito, sino por carecer de reconocimiento oficial.

[La libertad y la ley, Bruno Leoni. 1961]

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